Lo primero de todo, convendría aclarar a qué nos referimos con eso de vinos del Nuevo o Viejo Mundo. Entendemos por vinos del Nuevo Mundo aquellos que no proceden de Europa ni de países de la cuenca mediterránea. Volviendo atrás en el tiempo, allá por la segunda mitad del siglo XX, países como Australia, Chile, Argentina o Estados Unidos, observando el importante negocio del vino en Europa, comenzaron a introducirse en el mercado mundial como productores de vino. Todos ellos partían con una seria desventaja: la ausencia de tradición vinícola. En Europa, a lo largo de los siglos, las variedades de uva se habían ido estableciendo, de manera natural, en los lugares más apropiados para ellas. El hombre se había encargado de escoger las castas que mejor se comportaban en determinados tipos de suelo y mesoclima. Al mismo tiempo, se fueron perfeccionando las técnicas de cultivo y de transformación de la uva en vino. Es decir, poco a poco se fueron cocinando todos los ingredientes que entran a formar parte de lo que hoy llamamos terroir en el mundo del vino. Con el paso del tiempo, se fueron creando los diferentes certificados de autenticidad o de procedencia, lo que hoy conocemos como denominaciones de origen, con el fin de evitar las falsificaciones que surgían debido al éxito de determinados vinos en el mercado. La cosa resultaba relativamente sencilla puesto que, para la implantación de las normas de estas apelaciones de origen, no había más que plasmar en papel las prácticas vinícolas ancestrales y la experiencia de la región en cuestión.

En los países del Nuevo Mundo, esta ausencia de tradición era el principal problema al que se enfrentaban. Pues bien, como en otras muchas situaciones de la historia de la humanidad, encontraron precisamente en estas carencias su fuente de éxito. Con la universidad californiana de Davis a la cabeza, apostaron por la ciencia, la investigación y la aplicación de novedosas técnicas, tanto en viticultura como en la enología, con la ventaja en este caso, de que no había normas preestablecidas, sino que todo estaba por hacer, nada prohibido, todo por experimentar. Así es como nacieron los «vinos tecnológicos» y la consiguiente globalización del mundo del vino, productos sin personalidad que pueden elaborarse en cualquier lugar, carentes de terroir y, por tanto, de personalidad. Viñedos controlados por ordenador, con sensores que detectan un excesivo estrés hídrico en las plantas y activan el riego por goteo; conducciones novedosas en el viñedo para conseguir mayor eficiencia y, como consecuencia, mayor rendimiento de kilos de uva por hectárea y además de buena calidad; mecanización del viñedo, sustituyendo la cara mano de obra por la mucho más económica tracción mecánica; empleo de levaduras seleccionadas en lugar de las propias de la uva y de multitud de productos químicos; aplicación de nuevas técnicas en bodega, tales como la micro oxigenación y la adición de chips de madera para simular la crianza en barricas, pero con tiempos de finalización de producto muy inferiores, etcétera.

La consecuencia de todo esto fue la elaboración de vinos con perfil novedoso para el consumidor. Vinos sabrosos, con cuerpo y presencia notable de aromas y sabores frutales, fiel reflejo de climas, por lo general, más cálidos que los de las regiones europeas. De manera inteligente, ante la ausencia de tradición, supieron dar un mayor protagonismo al tipo de uva frente al origen, creando nuevos estilos, tendencias y por tanto nuevas necesidades para el consumidor. Si a esto unimos unos costes de producción sensiblemente inferiores, reflejándose en el precio final, el éxito estaba garantizado. Así fue como, ante el auge en el mercado de países como Australia, Chile o Estados Unidos, multitud de productores del Viejo Mundo, dejaron a un lado la tradición y se volcaron en la aplicación de estas técnicas novedosas. Es por esto que, hoy día, cuando hablamos de vinos de Nuevo Mundo, podemos referirnos a los elaborados fuera de Europa o a un «estilo Nuevo Mundo» independientemente de donde se haya elaborado.

Pero también fuera de Europa se elaboran vinos al «estilo Viejo Mundo«. Atendiendo a mi gusto personal, estos son precisamente los que presentan el máximo interés. Un claro ejemplo son los vinos pipeñosde Chile. Producidos principalmente con la uva País, directamente emparentada con la Listán Prieto, primera cepa en ser introducida por los navegantes y misioneros españoles que llegaron a América allá por el siglo XVI. Estos vinos deben su nombre a las cubas de roble chileno donde se elaboraban, dispuestas de manera vertical, recordando a una pipa de fumar. Poseen un carácter puramente artesano y, hasta hace no muchos años, han sido vinos despreciados y marginados en Chile, propios de la clase rural y de las castas más bajas. Afortunadamente, en los últimos años han sabido encontrar su nicho de mercado, adquiriendo un nivel de popularidad muy importante.

De lo probado hasta ahora, mis favoritos son los elaborados por Luis-Antoine Luyt y Manuel Moraga, ambos productores al más puro estilo tradicional y natural. Vinos cargados de historia y personalidad, con altas dosis de «terroir»…

Dani Corman

Artículo publicado en Ondo Jan, Abril 2018

Categorías: vino

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